“Somos lo que somos, por lo que leemos” Borges

No sé en qué momento me hice lector, pero estoy seguro de que fue antes de aprender a leer. Puede parecer una paradoja, pero la gran mayoría de los lectores se forman en esta etapa de la infancia en la que las historias nos llegan a través de los labios de otros y son capaces de atraparnos y de marcar con su huella nuestra imaginación recién estrenada. Los relatos infantiles que me leía mi madre de un libro que llevaba por título Para mi hijo, son mi primer recuerdo literario. También algunos cuentos que, en aquellos lejanos años 60, se escuchaban a través de la radio, entre los que me vienen a la memoria Pulgarcito, Garbancito o El gato con botas, todos ellos, de marcado carácter iniciático. Pero eso lo he sabido después gracias a Bettelheim, Propp y otros autores. En aquel momento tan solo me interesaba de qué manera Pulgarcito y sus hermanos lograrían escapar de las garras del ogro malvado o disfrutar asombrado de la historia de un gato que valiéndose de sus inteligentes tretas, era capaz de convertir al hijo de un humilde molinero en todo un miembro de la nobleza, ni menos ni más, que en el Marqués de Carabás.

Vivir profundamente esas historias, sentir el miedo en el cuerpo, pero, a pesar de todo solicitar otra más antes de apagar la luz, alegrarme o entristecerme con los desenlaces fueron las emociones definitivas que me hicieron lector. Aprender a leer vino después, pero la lectura ya me había tocado con su varita mágica. Cuando aprendes a descifrar el código ya puedes adentrarte en solitario por el maravilloso y laberíntico universo de los libros; ya estás preparado para descubrir el mundo. Hay pasadizos que has de explorar en solitario, para otros necesitarás la ayuda de algún lector iniciado que sepa guiarte por los vericuetos inextricables de un laberinto en el que posiblemente quedarás atrapado para siempre.

«La biblioteca es un gran laberinto, signo del laberinto que es el mundo. Cuando entras en ella no sabes si saldrás». Eco

Esta imagen del laberinto asociado a la biblioteca, a la lectura y en última instancia, a la vida, está suficientemente tratada en la literatura universal, pero sin duda, son Borges y Umberto Eco quienes más han reforzado esta visión. El Aleph, La casa de Asterión, Los dos reyes y el laberinto, son algunas de los obras del universo borgiano en las que se incide en esta idea. En La biblioteca de Babel, la biblioteca constituye un símbolo laberíntico en el que cada libro es, asimismo, una galería del laberinto del que forma parte. Magistral.

Guillermo de Baskerville ha de descifrar el código de ubicación de las laberínticas salas de la biblioteca de la abadía usando su capacidad deductiva, lo que le permitirá salvar su propia vida y la de su acólito Adso de Melk en medio de un pavoroso incendio. La biblioteca tiene cincuenta y seis habitaciones, cuatro de ellas heptagonales, y cinco o más cuadradas, ocho de estas últimas sin ventanas, y veintiocho dan al exterior mientras dieciséis al interior. …El arquitecto de la biblioteca logra crear el máximo de confusión a través del máximo orden. Genial.

Pues bien, la idea del laberinto como alegoría de la lectura aprovecha los mundos paralelos sugeridos por estos dos maestros y nos evoca alguno de los momentos más sublimes de la literatura contemporánea. Por otra parte, su simbolismo es rico y variado: Para unos es un símbolo espiritual, otros le otorgaban un sentido mágico al dotarlo de poder para confundir y atrapar a los malos espíritus, algunos le atribuyen un significado que tiene que ver con la búsqueda de uno mismo. Creo que esta última acepción es perfecta, y además puede vincularse a la lectura como hilo conductor de dicha búsqueda, de ahí que me haya parecido muy oportuno incorporarlo como elemento central en la escenificación de mis libros fundamentales en un rincón de la biblioteca. Al igual que Teseo, vencedor del minotauro y héroe sin paliativos de la mitología griega, que hubo de utilizar el hilo de Ariadna que le permitió volver a encontrar la salida del Laberinto de Creta tras su gloriosa gesta, yo he podido encontrar en la lectura el hilo orientador de mi particular laberinto vital. Los libros ya leídos van dejando su huella y señalando nuevas encrucijadas para orientarte en su interior. Si seguimos el hilo a la inversa podremos desentrañar algunos de los hitos de lo que ha sido mi trayectoria lectora y en qué punto me encuentro en estos momentos. Os animo a cruzar las puertas de entrada al laberinto. Los premios por adentrarse en sus intrincadas galerías son la aventura, los sueños, la diversión, el entretenimiento y, algunas veces, la sabiduría. Cada uno puede seguir las huellas ya trazadas, u hollar nuevos caminos, al fin y al cabo, los que nos ofrece el laberinto son infinitos. Os invito a un recorrido por mi itinerario lector.

Pues resulta que Pulgarcito también tenía su propio hilo conductor, que no era otro que las miguitas de pan con las que iba marcando el camino para encontrar la ruta de regreso. No contaba con que los pájaros se las comiesen, pero eso no le detuvo y llegó con sus hermanos a casa del ogro comeniños, que mira por dónde, tenía unas botas que le permitían avanzar siete leguas por cada paso. Pulgarcito, sólo contando con su inteligencia, logra engañar al ogro, consigue salvarse y salvar también a sus hermanos de ser devorados y además, logra arrebatarle las afamadas botas de las siete leguas. Alucinante aventura en la primera estancia del laberinto.

Saliendo de la infancia, descubrí una pandilla de chicos de mi edad, más o menos 11 años, que se movían sin problemas y sin control paterno por los misteriosos páramos de la campiña inglesa, o acampaban en la isla de Kirrin y vivían aventuras insospechadas, resolvían misterios y comían continuamente bollos de jengibre y emparedados de jamón. Eran fruto de la imaginación desbordante de Enid Blyton, y esos cinco niños fueron durante un tiempo el símbolo de la libertad, del compañerismo, del espíritu juvenil y aventurero. Los acompañé en todas y cada una de sus salidas, hasta que la adolescencia me fue derivando hacia otras lecturas.

Debió ser por entonces cuando embarqué hacia Palestina con un grupo de cruzados españoles a las órdenes de Ricardo Corazón de León. Eran Crispín, Goliath y el Capitán Trueno. Con ellos navegué todos los mares conocidos, llegué a la lejana Thule, surqué los cielos en los globos aerostáticos del mago Morgano y ayudé a derrocar tiranos y restablecer la justicia social desde el Círculo Polar hasta las selvas asiáticas, desde los dominios de los daimios japoneses hasta la Constantinopla asediada por Saladino. Acompañé también en esa misma tarea a Jabato, un pacífico campesino íbero de Ilerda que es esclavizado por Roma y convertido en gladiador a la fuerza. Jabato lidera una rebelión de gladiadores, escapa y se convierte en justiciero errante con sus inseparables Fideo de Mileto y Taurus un forzudo leñador. ¿No es apasionante?

También cabalgué junto a El Coyote por las resecas llanuras del sur de California en la época en que ese territorio pasó a manos americanas, a veces con malas artes y engaños, para defender a los hispanos de las injusticias del General Clarke y encontré refugio, al igual que el héroe, entre los muros de la vieja misión de San Juan de Capistrano. El sentido del honor, la empatía con los más desfavorecidos, la indignación ante los abusos de los poderosos de estos héroes de papel, dejaron una impronta de rebeldía en mi carácter, que espero no me abandone nunca.

Poco a poco, fui adentrándome sin mirar atrás en otras estancias del laberinto que se abrían ante mí desde los estantes de la antigua biblioteca municipal. Así llegué hasta Verne, Walter Scott, Robinsón Crusoe, Gulliver, Huckleberry Finn, Tom Sawyer, el tío Tom, Aquiles, el de los pies ligeros, los aqueos de hermosas grebas, Ulises, Eneas, las novelas policíacas de Agatha Christie y Conan Doyle, los espeluznantes relatos de Edgar Allan Poe y, por encima de todo, las alucinantes aventuras vividas entre piratas gracias a Stevenson y Salgari. Fueron innumerables las tardes que pasé en su compañía, bien en los mares de Borneo y Malasia con Sandokán y el portugués Yáñez, o en el cálido Caribe junto a Jim Hawkins, John Silver el Largo, siempre con su loro; el capitán Flint, en el hombro, Billie Bonnes, Tom Morgan o Black Dog (Perro Negro). Creo que no fui el único que vivió grandes momentos en tan grata compañía.

Fue algo más adelante cuando descubrí que para vivir aventuras no hacía falta salir del entorno inmediato gracias a Lázaro de Tormes, uno de mis ídolos literarios o que también se podían escribir apasionantes historias en verso, gracias a El estudiante de Salamanca, de Espronceda. De lo local a lo universal, podríamos decir. Y otra vez a lo local.

De los 14 a los 20 años fue una época de voracidad lectora en la que conocí a los clásicos, pero también a Kafka, a Stendhal, a Víctor Hugo, a Dumas,……, aunque se me atragantaron (y continúan haciéndolo), En busca del tiempo perdido de Proust, y el Ulises de Joyce, lo reconozco, pero sin embargo, descubrí e interpreté el teatro de Ionesco, Brecht, Ibsen, Beckett, Cervantes…

En los años de facultad me interesé por otros autores, como Dostoyevski, Kundera, Chéjov, o Cortázar, indispensables si querías sostener una conversación literaria con cierto fundamento. De los mencionados, recuerdo aún con nitidez un texto, posiblemente el más sensual que haya leído, perteneciente al capítulo 7 de Rayuela y que comenzaba así: Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca…

También en aquella época conocí la poesía social y comprometida de Blas de Otero, Celaya, Quevedo, Alberti, Goytisolo que me llegaron, como a tanta gente, a través de las versiones musicadas de Paco Ibáñez, y, por supuesto, los versos de Machado, Miguel Hernández y Benedetti cantados por el más grande, Serrat, que convirtió sus poemas en himnos de una generación, o al menos de algunos individuos entre los que me incluyo. Cualquiera que me conozca sabe que en mi panteón espiritual Serrat es el único dios y Sabina su profeta. De entre los apóstoles destaca Carlos Cano, como bien sabe Sonsoles, del grupo Arena, que ha tenido varias veces la gentileza de dedicarme una de sus canciones en los recitales en los que me ha visto entre el público.

Pude comprobar también, in illo tempore, que los libros académicos no tienen porqué resultar aburridos: Braudel, Gordon-Childe, Chadwick, Elliot, Duby, Fernández-Álvarez, Weber, Martín González…. Volví a toparme con Hobsbawm, al que había conocido en el instituto. Dos de sus libros me dieron las claves políticas e históricas para comprender muchas cosas de las que sucedían a mí alrededor: Historia del siglo XX y Las revoluciones burguesas; el Tesoro de la lengua Castellana de Covarrubias, me las dio sobre nuestro idioma, y me descubrió que hay tesoros muy valiosos que no tienen nada que ver con los que albergan los cofres piratas. Digamos que iba madurando como lector y añadiendo años a mi cuenta personal a medida que me adentraba cada vez más en los intrincados pasadizos del laberinto de la vida. Aluciné con Eco y con Guillermo de Baskerville, (un apellido que homenajea a sir Arthur Conan Doyle), viajé a Comala, a Macondo y a Rivendel, descubrí el auténtico rostro de la pomposa Inglaterra victoriana en la obra de Dickens, soñé, al igual que los androides, con ovejas eléctricas, me alimenté con el soma de los epsilones, sentí el frío del castillo de Drácula en Transilvania, o la caliente humedad de los trópicos de Henry Miller, me estremecí con la arrebatadora poesía de Neruda, en sus dos facetas, la del Canto General y la de Los versos del Capitán, me sumergí en las aguas esmaltadas de Díaz Luis y comencé a reconocer las setas por los libros, pero también por personas que son libros, como Andrés García o Don Seto, comprendí las entrañas de la naturaleza humana leyendo a Golding, mi adorado Saramago me llevó de la mano a ver las cosas con los ojos de los que nunca escribirán la historia, Preston me ayudó a poner en duda las versiones oficiales de los ganadores, Galeano me abrió de par en par las venas de América Latina y García Márquez me transportó al mundo en el que lo real y lo mágico conviven con total naturalidad. En esa intersección entre ambos estados, en la que también confluyen la vida y la literatura, corrí tras los pasos de Murakami y pude disfrutar de los laureles de la gloria al cruzar la meta de mi primer maratón, sobre todo porque nunca pensé que pudiese llegar a correr de un solo tirón la distancia que cubrían las botas de las siete leguas del ogro de Pulgarcito en un solo paso. También aprendí con Varoufakis a comprender cómo se construye artificialmente una deuda (curiosamente la denomina “minotauro global”), con la cándida Eréndira y su abuela desalmada lo gravosa que puede llegar a ser y otra vez con Saramago, a adquirir la lucidez necesaria para interpretarla en su contexto.

Los científicos dicen que estamos hechos de átomos, pero a mi un pajarito me contó que estamos hechos de historias. Galeano, y por eso creo que “Somos lo que somos, por lo que leemos”, según reza la cita de Borges que encabeza este texto. Nunca sabes lo que encontrarás en la próxima bifurcación del laberinto, pero lo que es seguro es que llegarás a pasadizos que te asombrarán, a otros de los que estarás deseando salir, algunos recovecos serán maravillosos y te dará pena continuar, pero hay que seguir adelante y tratar de localizar el centro del laberinto. Yo sé que se oculta tras los estantes de esta biblioteca. También he aprendido que perderme en sus entrañas, significa desentrañarme a mí mismo y que cada libro leído seguirá dejando una huella en mi personalidad, en mi carácter y en mi forma de comprender el mundo.

No voy a seguir mencionando cada autor que me impactó, ni cada libro que me influyó, pero de forma genérica, he querido rendir homenaje a todos ellos: a los que fueron y a los que están por venir; a los que me entretuvieron; a los que me trasladaron a otros lugares o a otros mundos; a los que me mantuvieron despierto, unas veces por el miedo y otras por la emoción; a los que me enseñaron a comprender el mundo; a los que me ayudaron a interpretar el presente; a los que me abrieron los ojos; a los que me aburrieron; a los que me hicieron llorar; a los que me hicieron reír; a los que me impulsaron a seguir adelante; a los que me mostraron el pasado; a los que me ayudan a interpretar este presente de distopía y a los que me permiten barruntar cómo va a ser el futuro que ya se asoma. A todos ellos, gracias por orientarme a través del laberinto.

 

José Luis Sánchez Rodríguez